domingo, 5 de junio de 2011

Flores

Me encantan los jardines. Me perdería en ellos y no saldría nunca. Los del Generalife, los Reales Alcázares. Me relaja oír el ruido del agua, si hay acequia o una fuente. Si algún día me convierto en español de verdad, es decir, en un ser hipotecado, me gustaría poner una fuente, aunque sea en el cuarto de estar.

El caso es que en los jardines, aparte de árboles, suele haber flores. Siempre me he imaginado una guerra secreta entre dos de ellas, las rosas y los claveles. Las rosas siempre me han parecido más bonitas, pero muy traicioneras. Escudadas en su belleza y en su abundancia petalera esconden dos cosas que no me gustan nada. Son efímeras, y lo sabemos, y tienen pinchos.

Nos dejamos engañar por lo efímero de la rosa, por su presunta belleza, y nos acaban pinchando no solo con sus espinas, que es el dolor físico sino por su brevedad, que es el dolor psíquico. Son especialistas en el engaño. Sabemos que morirán pronto y nos esmeramos en su cuidado. Las protegemos de mil y una formas, pero acaban muriendo y nos sentimos un poco mal cuando sucede. Nos hacen sentir culpables, sin serlo nosotros, pobres esclavos de su belleza.

En cambio los claveles yo los considero honestos. No son especialmente bonitos, pero son resistentes. No te engañan, son como son. No necesitan espinas para llamar la atención porque, de alguna manera, se saben derrotados. Y, precisamente por eso, no duran tan poco, no necesitan crear unos pinchos que duelan. En el fondo, no quieren hacerte daño, tan solo alegrarte la vida con lo que son, que no es mucho, pero suficiente. Son dignos, no hay rencor en ellos.

Por eso forman el Calvario rojo de la Semana Santa. Porque, gracias a ellos, es menos Calvario.

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